Esperando ver llegar a la Parca |
Estoy vieja y quizá pronto (ojalá) –por una
lógica evolutiva- pronto voy a morir. Los notables, los reconocidos dicen siempre
que una vida sin vivir no es vida. La mía no ha sido vida. No me moví. Claudiqué
ante cada desafío. Tuve miedo a cada paso. Tantos pasos que no di! Y aquellos
pasos obligados me costaron sangre, sudor y lágrimas, acortando –creo- mi
posibilidad de vida.
Ellos dicen que quien no vive se
anquilosa. Cuánta razón. Yo soy ejemplo viviente-muriente de aquello. Contraídos
mis tendones, nervios y músculos, invadida por el dolor. Con la mente reducida
a una cama y a unos juegos de computador que cualquier infante puede desafiar.
Yo nunca desafié a la vida en el sentido de desafiarme a mí misma. Siempre
arrinconada, sintiéndome poco valiosa, incapaz. Nunca me atreví. Tuve
conciencia de mis talentos, de mi fuerza, de mi fortaleza y valor, mas no los
usé. El miedo fue mi traje, mi vestido. Siempre vestí de miedo. Ése era mi
guía. Por eso nunca llegué a nada, a nadie, a ningún lugar. Que si me
arrepiento? No. No puedo arrepentirme de algo que no conocí. Sí me apena. Me
duele. Mucho. Tengo que poner el corazón de piedra para no reconocer mi pena de
no haber vivido. El pesado de Neruda tiene la virtud de confesar que ha vivido.
Yo tengo la vergüenza de confesar lo contrario. No viví. No pido perdón por
ello más que a mí misma. A nadie importa una vida más una vida menos. A mí sí.
A mí siempre y hasta hoy me ha dado vergüenza mirarme y reconocerme como una
cobarde. Como alguien que nunca se atrevió. Alguien que vivió por mecánica,
porque no le quedaba otra ya que aún ese estúpido corazón seguía ahí adentro
latiendo y pidiendo abrigo y alimento. Y AMOR. Y quién se lo iba a dar. A mí,
la más insignificante de todas. A mí que no movía un dedo ni una neurona por
salir adelante, por dar pasos importantes. No me quedaba otra y a contrapelo
pasé por la vida, a veces como una molestia para los otros, a veces como una
nada para ellos y para mí.
Y aquí sigo. Estúpidamente. Inservible.
Adolorida. Incapaz. Esperando el descanso final. Y con un oculto miedo de que
la vida demore en dármelo en castigo por no haberle hecho honor. No honré a la vida.
No me honré a mí misma. Y quizá mi castigo sea seguir eternamente vagando sin
perdón. Arrastrándome ya sin fuerzas para moverme. A ningún lugar, a ninguna
parte, a donde nadie me espera ni me esperará nunca, ni siquiera la muerte. La
bendita muerte.